lunes, 16 de marzo de 2009

Uruguay 2009, parte 11: La Pedrera

El día que llegamos a La Pedrera se cumplía una semana de viaje, y como otras veces antes y después, me resultaba increíble que tanto pudiera haber ocurrido en tan poco tiempo...

El Tucán Ya habíamos llamado a Janneo, el dueño del hostel de La Pedrera, para asegurarle, prometerle, jurarle que no le íbamos a fallar. Incluso así no se había quedado muy conforme, y cuando nos recibió en su casa, cerca del mediodía, lo hizo con alegría y con visible alivio, y enseguida nos acomodó en la habitación. Era bueno tener al fin un lugar para nosotros solos, con un baño privado donde no había que hacer cola para bañarse ni rezar para que hubiera agua caliente, y sin valijas ajenas desparramadas por el piso.

La habitación en sí era pequeña (la cama ocupaba casi todo el espacio), pero luminosa, pintada de blanco, con un baño inmaculado (aunque separado del dormitorio sólo por una cortina de tela), y la ventana corrediza era también la entrada.

No se proveía desayuno ni había cocina, lo cual borroneaba bastante la definición de "hostel" y hacía que el precio pareciese menos aceptable, pero después de tres días de hacinamiento, era el paraíso. Salimos, pues, a buscar un almuerzo, y como estábamos de buen ánimo tiramos la casa por la ventana: nos sentamos a la mesa de un restaurant, a un costado de la calle principal inundada de sol y arena, a comer una buena comida con una cerveza fría.

Si La Paloma puede llamarse una ciudad pequeña, La Pedrera es definitivamente un pueblo. La única calle asfaltada es la principal, que lleva derecho al mar, el cual por otra parte no está nunca lejos en una u otra dirección.

Calle principal

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Marisa lo recordaba nebulosamente de una visita hacía añares. El lugar había cambiado bastante; habían aparecido muchas casas lujosas cerca de la costa, había instalaciones en la playa antes desierta, y los visitantes no eran todos jóvenes aventureros sino también gente mayor y familias, incluida una importante proporción de argentinos. A ambos lados de la calle principal, surcada por camionetas y por una caravana constante de bañistas, se alineaban bares, restaurantes, panaderías y rotiserías, además de un par de supermercaditos y unos cuantos puestos de artesanías.

Después de bajar la comida como pudimos, nos fuimos al mar. Otra vez nos tocó un poco de viento y nubosidad. Mi secreta esperanza de ver una tormenta sobre el mar no se cumplió.

Bajada a la playa

Nos quedamos un rato largo, hasta que empezó a hacer fresquito (el clima nocturno exigía ya un abrigo ligero). Volvimos al hostel, nos bañamos para quitarnos el frío, la arena y la modorra, y salimos a comprar algo para comer. A Marisa, que por lo visto no estaba en su mejor época, le cayeron terribles las empanaditas que pedimos, y casi no pudo dormir. Yo tampoco la pasé bien, ya que (como en Montevideo) me atacaron los mosquitos. Llevábamos pastillas de repelente desde Montevideo (¡Kazador!), pero aquí no había el aparatito que se enchufa con ellas, así que durante mi insomne velada me hice la promesa solemne de nunca, nunca quedarme a dormir en un lugar sin llevar repelente en aerosol o espirales.

Desde La Paloma no habíamos podido coordinar un viaje a Cabo Polonio, y aquí en La Pedrera habíamos preparado todo para ir al día siguiente. Lindo viaje íbamos a tener, yo sin dormir y Marisa atacada del estómago... Pero finalmente el cansancio pudo más, y cuando al otro día nos levantamos, todavía con el pueblo entero sumido en el silencio y la frescura de la mañana, logramos ponernos en marcha con la ayuda de un café y un té, en una panadería evidentemente acostumbrada a atender turistas desvelados.

Sólo nos quedaba un día de playa...

Continuará...

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